viernes, 24 de septiembre de 2010

¿Donde está el horror?

I, I can remember (I remember)
Standing, by the wall (by the wall)
And the guns, shot above our heads (over our heads)
And we kissed, as though nothing could fall (nothing could fall)
And the shame, was on the other side
Oh we can beat them, for ever and ever
Then we could be heroes, just for one day

1977
En la casa blanca de la calle Lima funciona el estudio. En la parte de adelante hay un zaguán, una sala de espera, y las dos oficinitas. Atrás están la cocina, el living y el patio. Arriba están las habitaciones. Mauricio y Felipe además de ser padre e hijo comparten el registro notarial. Lidia es la mujer de Felipe y secretaria todoterreno.
Lidia abre la puerta y se encuentra con dos Ford Falcon. Por las explicaciones que le dan entiende que  están buscando a la  tía de su marido. Lidia les contesta haciéndose la tonta pero con firmeza que esa tía está presa, que se la llevaron, que ella no sabe donde está, que por favor no molesten que Mauricio, su suegro se está recuperando de un by pass bastante importante, que todavía no sabe nada de la detención. Lidia es convincente en poner cara de ingenua y los tipos se van. Ayer Felipe estuvo desarmando la oficina de sus tíos a las apuradas y llevando los libros a su casa. En la aventura lo acompañaron sus dos hijos de 7 y 10  años. Felipe mira por la ventana a los tipos del Falcon y se pregunta si no fue demasiado audaz en llevar los chicos con él, si alguien podría haber estado vigilando y ahora sabía donde vivían él y su familia.
Arriba en una de los dormitorios Inés duerme. Es tarde. Debería estar trabajando (a pesar de su juventud es una intérprete prestigiosa y su pericia profesional hace que sea generalmente solicitada por multinacionales, sobre todo por las empresas automotrices). Pero anoche no se acostó hasta entrada la madrugada. Recorrió la ciudad en el Fiat 600 junto con sus tíos buscando una casa segura. En el centro de detención alguien sopló que podía llegar a suceder que si los largaban legalmente después mandarían comandos clandestinos a matarlos. Inés los recogió en el Fiat y junto con su amigo Ignacio empezaron a tocar puertas en casas libres de toda sospecha. Ignacio no se preguntó demasiado sobre los peligros. No sabe. No tiene conciencia. Para sus amigos y conocidos Ignacio es un cabeza hueca de buen pasar, un chico cajetilla, un dandy, un santafesino descendiente lejano de un caudillo célebre que no se ha enterado que la época de tirar manteca al techo terminó hace ya bastante. Ignacio no se pregunta por motivaciones políticas o estrategias. Como guiado por algún antiguo código, sabe que la tía de su amiga Inés necesita ayuda y va.
Fernando y Eugenio están molidos a golpes en el piso de una celda que funciona en la sede de la policía, en un edificio que alguna vez fue un cabildo y ahora es un centro de detención. Del chico que la policía levantó con ellos no saben nada. Debe estar y muerto, tirado en una fosa común, o en la calle (a veces los tiran en la calle simulando un “operativo”).  Por alguna lógica extraña van a ser trasladados a disposición del Poder Ejecutivo Nacional a un penal de la provincia de Buenos Aires. Quizás no mueran hoy. Nada es seguro. Saben que en el penal de barrio San Martín fusilaron gente que estaba detenida legalmente y nadie pudo hacer nada. Saben que sus padres pudieron salir. Saben que van a buscar salir del país antes de que los comandos salgan a buscarlos.
Felipe y Lidia están en su casa con sus hijos. Es de noche y no hay nadie en la calle. Ayer Lidia se enteró que el padre de un compañerito de escuela de su hijo menor desapareció. Era un militante del gremio docente. La mujer no dijo nada, se mudo de barrio y cambió a sus chicos de escuela. La vecina de Lidia, Corita, mira a todos los vecinos con desconfianza y sostiene que los guerrilleros raptan nenes para adoctrinarlos. Lidia no sabe si mirar a Corita con rabia o con compasión. Corita vive loca de terror, como todos. Lidia se va a dormir y se abraza con Felipe. Ninguno de los dos habla ni puede dormir.

2010

Mauricio murió hace años. Llegó a ver a sus sobrinos libres y a su hermana y su cuñado de regreso en el país. Nunca preguntó nada ni juzgó. Cuando los tuvo todos juntos delante nuevamente destapó un espumante y tomó con ellos. En 1983 las arterias dijeron basta y fue el fin. Felipe y Lidia mudaron la oficina y siguieron trabajando. Felipe quiere jubilarse. Lidia no. Discuten seguido por esto, discusiones de fogueo, poco importantes. Vieron crecer a sus hijos como ahora ven crecer a sus nietos. Casi nunca hablan del pasado. A veces se abrazan si decirse nada. Inés vive sola, con un perro y algunas manías. Casi no tiene contacto con su hermano. Pequeñas diferencias, desacuerdos, enojos fueron cruzándose hasta que perdieron la costumbre de hablarse. De vez en cuando se comunica con sus primos. Se jubiló con un prestigió de profesora académicamente impecable pero exigente e intemperante. Ignacio sigue siendo un dandy pero de aspecto un poco pasado de moda, desfasado. Quizás un poco ridículo. La gente sigue mirándolo como un cabeza hueca, la caricatura de un bon vivant. Nadie sospecha que una noche paseó por la ciudad de Córdoba manejando un Fiat con dos presos políticos recién liberados sentados en el asiento de atrás, buscando un lugar donde no los encontraran y los mataran.
Fernando y Eugenio salieron libres en 1980. Intentaron hacer una vida normal. Estudiaron. Se casaron, se divorciaron y volvieron a casar. Se distanciaron y encontraron muchas veces. Hablaron mucho o no hablaron, según el momento. No comentaron más allá de un círculo muy pequeño lo que vieron, olieron, sintieron en los distintos calabozos que los alojaron.
El niño que iba a la escuela con el hijo menor de Felipe y Lidia es un militante del gremio docente como su padre. Es un hombre amable, tiene una hija. A veces se puede ver una tristeza terrible en el fondo de sus ojos. Corita es una vieja sin demasiadas pretensiones. Nunca dejó de tener miedo, sucesivos miedos iban reemplazando a los anteriores.
Todos vivieron en un tiempo terrible. En algún momento tomaron decisiones inesperadas, irracionales o valientes, quizás fueron héroes. Es posible que un solo gesto en algún momento de su vida sirva para que los consideremos justos. No creo que a ninguno de ellos esto les importe. Pocos hablaron. Todos recuerdan. Si alguien les pregunta donde vivió el horror ellos responden que sigue vivo, dentro de cada uno de nosotros.

1 comentario:

  1. No puedo dejar de emocionarme y sorprenderme al conocer el costado solidario de personas a las que me permití juzgar como "simpaticamente inútil" y "simplemente una sádica de manual".
    Mil perdones y chapeau, señores profesores.

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