viernes, 19 de marzo de 2010

Cal

Las imágenes se acumulan y se hace difícil organizarse para hacerlas salir. Como una inundación tratando de entrar en un cauce pequeño, tratan de salir de mi cabeza y encontrar palabras que circulen hasta mis dedos. Blanca y pastosa, tibia, untuosa, envolviéndome, así está la cal envolviendo y apretando mi cuerpo, quemándome la piel y las corneas. Tengo cuatro años y entré con mi hermano a jugar a la obra en construcción que está al lado de mi casa. Una tabla inclinada hace de tobogán y me subo, desde ahí caigo hacia abajo, hacia esa crema blanca en la que me hundo. Veo, a pesar del ardor, los vaqueros de mi madre. No se como aparezco en la ducha, ahora hay junto con mi madre otras mujeres. Reconozco a Cristina, la vecina que al año siguiente moriría en un accidente de tráfico; a Cecilia, mi tía abuela; a Monia, la mamá de Sergio. Ahora estoy en una clínica en la calle Deán Funes, mi papá entra a la habitación con un carro de bomberos de juguete de un color rojo subido, no sospecho la importancia que tiene para él el hecho que yo reconozca la forma y el color. Ahora estoy saliendo con el alta. No tengo marcas en el cuerpo. Llevo un oso de peluche, blanco como la cal que me quema, casi tan alto como yo. Estoy ahora esperando para entrar a ver al oftalmólogo. Lo veo, y el me ve. Me sientan frente a una pantalla blanca y la habitación se oscurece. Tengo que seguir un punto rojo que se proyecta. No van a hacerme el trasplante de corneas. Solo tengo las marcas de las quemaduras: sendas manchas blancas en la base de cada iris. Es el año 1974. Todavía es 1974 cuando siento ciertos olores o toco algo untoso y tibio.

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